jueves, 30 de julio de 2009

El vaso.

Un vaso cobijaba una mosca verde de vellos duros cual pelos. El dedo sumergió su yema hundiendo a la mosca en el fondo que dejaba ver un mantel a cuadros. Apretó con fuerza y la mosca sangró. La boca saboreó la sangre que el dedo ofreció a los labios que succionaban insaciables y nerviosos por no poder prolongar la consistencia del líquido que desaparecía mezclándose con la saliva, entre la lengua y el paladar.
Los restaurantes se llenarían de clientes fastuosos deseosos de mojar una miga de pan en un manjar de perversos que habrían olvidado la costumbre del "buen comer" trocándola con la nueva costumbre del "buen comer".
Tomaría un avión y luego otro y otro y otro. Y las series de aviones intercambiarían saludos con los países en serie que albergan moscas de todo tipo. En un baúl las invitaría a descansar y se irían sumando una a una, formando una hermandad destinada a satisfacer placeres nuevos. Seseantes, repugnantemente juntas, harían recorrer una gota de saliva en la comisura de mis labios. Pero uno no debe probar la mercancía. Porque ciertas costumbres se conservan.
Los aviones se sumergieron en el vaso, junto con las moscas, el baúl, y la comisura de mis labios en donde casqueaba la gota de saliva. Y al pestañear ya no estaban, se habían escondido tras el cadáver de la mosca que robó mi conciencia y se pegó a mis ojos. Tan fuertemente que aunque los cerré no podía desvanecer la imagen. Y en medio de un mar oscuro plagado de estrellas encontré los aviones, las moscas, el baúl, mi comisura y su gota junto al cadaver de la mosca en el fondo. Encallados yacían. Junto a juguetes viejos.

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