sábado, 1 de agosto de 2009

Un paseo.

Entré a un restaurante porque me estaba cagando. Siempre fui nervioso, y en los últimos años esa costumbre fue creciendo, y como no tengo el gusto de fumar, ese conglomerado de nervios que retuercen mi conciencia, convergen en el ojo de horus en forma de un líquido marrón que termina en un gran mar de desechos junto con anillos de bodas, preservativos, y fetos envueltos en sangre y mierda.
Dos chicas de 16 años más o menos, se encontraban sentadas en una de las mesas del segundo nivel cerca de donde estaban los baños. Hablando de ropa, chicos y deberes escolares. Me quedé esperando que se desocupara el único inodoro que había. De repente paran de hablar las dos, ya que lo hacían en forma conjunta y comienza el soliloquio de una de ellas. Gesticula con las manos, mueve la cabeza como un péndulo invertido de un lado a otro como mostrando indecisión. Se ríe, hace dos o tres caras por segundo, mirando cada dos por tres al vidrio que la separa del exterior en donde se ve reflejada su humanidad con una consistencia transparente que conjuga su imagen con una fábrica que a lo lejos hecha un humo negro que parece atravesar el cuerpo de la joven. A todo esto la otra chica asiente con la cabeza, con 5 "sí" por segundo, sin pronunciar palabra y mirando hacia todos los ángulos menos al frente suyo que es donde se ubica su interlocutora, como un enfermo de mal de parkinson ciego, sordo y mudo.
El inodoro no se hizo esperar mucho tiempo. Un gordo bonachón de bigote abundante, muy bien acicalado, de traje gris, salió del baño y se dirigió a una mesa en donde lo esperaba una rubia de cara brillante y bien bronceada, de esas que realizan el doble oficio de actriz y ramera. La vida fluía como lava ardiente por donde se la miraba, un comensal pagaba al mozo, otros dos comían sin hablar, otros hablando. Viejas cargadas de alhajas y tintura con corazones que latían tan débilmente como su conciencia que parecía haber muerto antes que ellas mismas.
El inodoro había quedado pintado de marrón claro cerca de la línea divisoria del puñado de agua del fondo y el marfil que escapa del pequeño lago, resto del ejército de agua que conquistó el territorio donde reinaba la mierda.
Luego de que mis heces me convirtieran en hermano del gordo con cara de bonachón (hermanos en la mierda), salí apresurado de aquel lugar, no vaya a ser cosa de que comience a sentir los síntomas de Antoine Roquentin. Tengo facilidad para el splin.
Mientras tanto los comensales seguían masticando y parloteando como si no hubiera mañana, podrían venir y manosearle el culo a cualquiera que no se daría cuenta. El lenguaje es un don del cielo para la rapiña y una maldición para la plebe, porque simula acción donde no la hay, su función: dar apariencia de ocupado o mantener ocupado, servir al amo o servir al esclavo. Cuando salí del restaurante me dieron ganas de salir a la calle a repartir copias del Manifiesto comunista y Kalashnikovs. No tanto por conciencia de clase como por aburrimiento.

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